En la comunidad conductista hay un acuerdo general respecto al pensamiento como conducta verbal encubierta. Más allá de que, epistemológicamente, esta cuestión pueda ser discutible, lo cierto es que como hipótesis de trabajo se muestra compatible con los presupuestos teóricos y con las leyes del aprendizaje, por lo que vamos a suponer que es mantenible.
Adquirimos comportamientos por imitación, por exposición a las contingencias o por seguimiento de instrucciones (entre otros). Hablar es un comportamiento que empieza a darse en los primeros años de vida y en el que la imitación (y el refuerzo masivo) tienen mucho peso. Al principio, se refuerza contingente e intensamente la producción de sonidos parecidos al lenguaje materno, y se anima encarecidamente a continuar haciéndolo. Sin embargo, llega un punto en el que este programa de reforzamiento deja de ser de razón fija 1 a ser de razón variable, y de hecho se empieza a discriminar en qué contextos habrá reforzamiento (en casa, en la calle) y en cuáles no lo habrá, incluso quizá implementando castigo (colegio, cine). De esta manera, un individuo aprenderá cuándo “es adecuado” hablar y cuándo “debe” guardar silencio. Pese a que no hay un investigador elaborando los programas de refuerzo, esto sale bien en la mayoría de las ocasiones (pensemos hasta qué punto podría resultar excelente si fuera posible diseñar programas para cada persona). Tenemos niños y niñas más habladores o más callados, lo que muy probablemente tiene que ver con cómo se establecieron estos programas y qué se utilizó como reforzador.
El caso es que mencioné el castigo. Como sabemos, una conducta que se ha adquirido no desaparece del repertorio. Una vez hemos aprendido a hacer algo lo sabemos hacer para siempre. Puede que, pasado el tiempo, el nivel de ejecución sea menor, pero tras unos pocos ensayos se recupera el nivel previo (salvo limitaciones físicas o enfermedades). El castigo no elimina comportamientos, sino que discrimina cuándo no es oportuno ejecutarlos. Castigar la conducta “correr” no hace que alguien deje de saber correr, por ejemplo; lo que hace es discriminar cuándo no es oportuno hacerlo. Animamos a los niños a correr por el parque, en el patio y en educación física, pero les prohibimos hacerlo en el pasillo o en el restaurante.
Habitualmente, cuando se castiga una conducta que genera sensaciones muy apetitivas en el individuo éste despliega aproximaciones a la misma. Por ejemplo, si prohibimos a un niño/a jugar a la consola puede que empiece a ver vídeos de gameplays. Si castigamos que esté corriendo puede que empiece a andar rápido, sin llegar a correr, testando hasta qué punto se lo puede permitir. Si castigamos que esté hablando, puede empezar a hablar en voz baja, casi imperceptible para el adulto de turno.
¿Qué tiene esto que ver con el pensamiento? A esto quería llegar. En el último ejemplo, cuando empezamos a castigar la conducta de hablar es muy probable que aparezca habla a un volumen muy bajo. Si aún así se implementa castigo, el individuo acabará por callarse, pero resulta que tiene a su disposición una conducta relativamente equivalente: pensar. Quizá, para su asombro, este individuo descubra que puede hacer algo muy parecido a hablar pero con la diferencia de que no lo oyen los adultos (¡y entonces no pueden implementar castigo!). Para un conductista, la disponibilidad de este comportamiento no es muy distinta de la de otros como andar, pellizcar o emocionarse. Más allá de las bases biológicas (necesarias), lo cierto es que de una u otra manera el individuo dispone en su repertorio de la conducta “pensar”, por lo que en contextos donde no se le permita hablar puede optar por esta alternativa, suficientemente parecida y casi imposible de castigar por terceros. De hecho, quizá en entornos en los que no se castigue el habla haya mucha menos frecuencia de pensamiento.
Retomando un ejemplo anterior, el niño/a al que no dejamos jugar a videojuegos puede imaginarse jugando a uno. En este sentido la intensidad producida no es la misma (generalmente, si están disponibles las alternativas jugar a e imaginar el individuo va a optar por la primera), pero si no es posible acceder al videojuego no está nada mal el imaginarse jugándolo. De hecho, en ocasiones imaginar puede ser tan potente que la gente se engancha a ello; por ejemplo, cuando nos sentimos atraídos por alguien y, no sabiendo si hay reciprocidad, nos imaginamos escenarios apetitivos con esa persona o, más peligroso aún, utilizamos la imaginación como forma de intentar controlar nuestro entorno, pensando en todas las variaciones posibles de una toma de decisiones o qué puede ser esta manchita que me ha salido.
Pero nos desviamos del tema. El caso es que postulamos que el pensamiento bien podría emerger como conducta alternativa a un habla castigada, puesto que hay un soporte biológico que lo permite. Una vez ejecutado este comportamiento y experimentado las consecuencias de ello, el individuo puede explorar alternativas (imaginar, recordar) que abren muchísimas posibilidades a la hora de obtener reforzamiento, como sensación de control o emociones apetitivas (como de costumbre, en caso de que funcionen como tal). De esta manera, el pensamiento llega para quedarse, y puede que de no haber sido castigada el habla no hubiera surgido.